martes, 24 de noviembre de 2015

DOMINGO POR LA TARDE EN LA CACHINA*



-¿Por qué le llaman a esto “La Cachina”?
-Porque aquí se vende ropa usada.

Esa fue la respuesta enfática del vendedor de jeans desmanchados con etiqueta nueva, allí en el jirón Lampa, frente al “33”, restaurant popular y barato creado a instancias de nuestro Manuel Scorza en la época de los “populibros” que la gente compraba como pan caliente.

Me puse a pensar en el origen de aquella palabra. Cachina, ¿qué es Cachina? Lo único que hasta ese momento (5 de la tarde de un día domingo) arribaba a mi mente era la certeza de que cachina es el mosto en fermentación. Y, naturalmente, asignarle el nombrecillo de marras a la venta de ropa usada resultaba absurdo si no ridículo. Los signos lingüísticos son arbitrarios y su biplanidad (sinificante/significado) solo tiene una explicación convencional. Por ejemplo, “Tacora”, el lugar donde se vende igualmente ropa usada y otros objetos “de segunda mano” en la avenida Aviación, junto a La Parada, se llama así debido a que en las inmediaciones existía antaño un establecimiento relacionado con la industria automotriz que llevaba el nombre de aquel volcán de los Andes ubicado en la frontera de Perú y Chile. Encontrar una explicación similar a lo que en ese momento era, digamos, mi objeto de curiosidad era poco menos que imposible.

Hubiera querido tener contacto con el libro Peruanismos de la doctora Martha Hildebrandt que seguramente me habría ayudado a resolver el problema, pero no fue posible. Como un diamante de baja ley en medio del carbón, entre descoloridos ejemplares de Cosmopolitan y Play Boy, apareció el librito “Jerga Criolla” de Lauro Pino sobre el piso de La Colmena. Por un sol cincuenta tuve en la mano una respuesta: “Cachina F. puesto de venta de ropa usada”. Y, claro, todo quedó en lo mismo.

Tuve que seguir rumiando la palabrita. Ingresé en diferentes librerías (poquísimas abiertas en un día domingo) y no logré nada. Volví a La Cachina. Junto a mí, corriendo, pasó un chiquillo después de birlar una billetera. Nadie, salvo yo, se sorprendió con el pase.

Esto y otras cosas más me mostraron que La Cachina no solo es ropa usada. Es una realidad compleja y delicada: lo que se puede observar allí en La Colmena, Azángaro y Lampa (Centro de Lima). Pero es también lo que no podemos ver: un trasfondo tal vez dramático (hambre material, pobreza del espíritu). Es, en líneas generales, una suerte de exacerbación de nuestra informalidad limeña.

Se nos ha dicho que la informalidad se manifiesta especialmente en el comercio ambulatorio protagonizado por provincianos que empujados por la necesidad y la esperanza vienen a la Capital y se estrellan contra un paraíso de frustración. Esto es cierto, pero no es todo. Lima es informal en todo aspecto: en su arquitectura desordenada, de pronto colonial o moderna, de material noble o de quincha, ventanales de vidrio a prueba de balas o esteras inermes frente al viento y la lluvia; impecable en su presentación o deprimente. En el divertimento: rock, huayno, salsa, chicha o vals; de pronto Juan Luis Guerra y los No sé Quién y No sé cuántos o el Chato Grados. El que paga sus impuestos o el que los evade. El que derriba torres y el que las levanta; el que activa coches bomba y el que reza por la paz. Lima es “Totus Tuus” ante el Papa y es incienso alrededor de Sarita Colonia. Es informal, pero también huachafa (“Los Quispes gozan también del vacilón, ceviche en bolsa y sopa en botellón”).

En medio de todo esto se encuentra La Cachina. Una muestra de comercio informal que escapa a lo ya conocido: Polvos Azules, etc. Polvos Azules es: artefactos eléctricos y ropa traídos de fuera del país a través de Tacna cumpliendo, por cierto, las “formalidades” que exige el resguardo aduanero: gotas de colirio para la vista gorda; y sus protagonistas tienen una característica predominante: son provincianos mayormente provenientes de la Sierra Central.

La Cachina es otra cosa. En principio, los que allí hacen su negocio no son serranos en su mayoría. El 90% está constituido por “criollos”. No pocos  muestran algún tajo o chuzo en el rostro o los brazos, y probablemente (alguien nos lo comenta) hayan estado preciosos en Lurigancho. No han traído artefactos “importados” por Tacna y no tienen por qué hacerlo. Allí donde están sentados atendiendo a sus curiosos clientes, reciben a sus “proveedores”.

-Ya, tío, dame cinco lucas y quédate con el bobo.
-No, causita. Te doy cuatro y quedamos.

Pero no solo relojes. También zapatillas, grabadoras de cassette; sacos y ternos completos “Miami Vice”; videograbadoras VHS; pelotas de ping pong; anteojos y zapatos (“¡Puta, el difunto calzaba 45!”, exclama un muchacho después de preguntar precios).

Quiénes son los proveedores. Jóvenes que necesitan un sencillo y resuelven tal necesidad barateando un reloj o su camisa; choros que en madrugada de domingo después de alguna fiesta, le quitaron el saco a algún borrachín; los tradicionales ropavejeros con voz de trompeta asordinada; empleados públicos que hicieron desaparecer el engrapador de su escritorios o las calculadoras…

A un costado, casi escondido bajo el dintel de alguna puerta y cubierto por la mugre hedionda de su saco plomo, un hombre ofrece a los varones: “Jebe, jebe…”, y con tales preservativos una sospechosa pastillita “afrodisiaca” dizque infalible.

Nadie vende dólares en La Cachina. Aunque esta actividad también informal ha dejado de ser exclusividad del jirón Ocoña, aún tiene recelo de incorporarse al lumpenizado mundo comercial de las cuadras 10 y 11 de La Colmena, 8 de Azángaro y 8 y 9 de Lampa.

Ya no son las 5 de la tarde. Mi reloj Citizen bamba marca las 6 y media. Las 6 y media de la tarde de un día invernal ya es noche. Y la noche es propicia para que entre el Parque Universitario y la Plaza San Martín merodeen los homosexuales torrejas, suspirando de repente resignados por carecer de los atractivos de aquellos de la avenida Javier Prado.

Pegados a las mesas de ajedrez hechas de cemento delante de la Casona de San Marcos, un grupo de chiquillos sin nombre inhalan Terokal y sueltan palabras incoherentes como su origen y su vida misma.

Ha llegado la hora de emprender la retirada. Pero, ¿podría alejarme con aquella duda como hueso atravesado en la garganta?

El muchacho de los jeans desmanchados está juntando su merca. El señor del costado hace lo mismo, y lo primero que recoge es una estatuilla de El Quijote montado sobre un rocinante con tres patas. Aquel, al verme pasar por enésima y última vez, se acuerda de algo y me llama:

-¿Sabes qué ocurre cuando en verano se usa la misma ropa todos los días?
-Claro –contesto, recordando el saco del vendedor de condones-. Se ensucia. Y la mugre con el sudor…
-¡Fermenta! Eso, ¿entendiste?, eso es cachina, chochera.

Setiembre, 1992
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*Curioso texto extraviado “entre bucles, retratos y pañuelos”, y ahora -después de veintitrés años- recuperado.

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